Eduardo Unda-Sanzana
January 10, 2007, por Eduardo Unda-Sanzana
No he tenido aún una vida tan larga (tampoco sé si quiero tenerla) pero sí creo que ha sido intensa. Estar en Karamanchel es una forma de delinear ese rasgo de la vida.
Luego de las inevitables, aunque en mi caso mínimas, incursiones en teatro escolar, mi primera aproximación al teatro tuvo lugar en 1997, mientras cambiaba de rumbo académico, de la ingeniería a la astronomía, en la Universidad de Concepción. El taller de teatro, parte de la Estudiantina de la universidad, lo dirigía Lucy Neira. Montamos una obra basada en la historia de La Tirana en la cual me correspondió interpretar tres papeles (anciano inca, soldado español y sacerdote misionero) y escribir un par de líneas para una de las personajes.
Me quedó gustando la experiencia. Con bastante ingenuidad pensé que dirigir una obra propia no sería tan difícil, por lo que con más idealismo que talento convoqué a quienes habían sido mis compañer@s en la obra de La Tirana a participar en un montaje muy osado, dado nuestro poco roce con los escenarios, basado en el cuento “El pescador y su sombra” de Oscar Wilde. Increiblemente mucha gente enganchó con la idea. Menos increiblemente la respuesta fue palmariamente dispareja, de modo que el proceso de llegar a la fecha del estreno configuró en sí mismo una pequeña epopeya. El resultado fue terrible, pero hubo un saldo positivo: Descubrí un puñado de personas muy responsables y de grandes dotes artísticas, y descubrí también que no se me había hecho difícil escribir el guión (el cual lamentablemente se ha perdido).
Unos meses más tarde, encarnando el triunfo de la esperanza sobre la experiencia, me lancé a una nueva aventura teatral. En aquella época me hallaba conduciendo un programa de astronomía llamado “Confines” (en colaboración con Juan Seguel, un amigo desde hace muchos años) en Radio Universidad del Biobío. El director de la radio estaba siempre abierto a recibir propuestas de nuevos programas, aprovechando lo cual me acerqué a él para discutir la idea de hacer radioteatro. La posibilidad de reflotar el género, hacía rato sepultado en el recuerdo, lo cautivó de inmediato, por lo que me dio luz verde y reuní a la mejor gente del grupo que había trabajado en la sufrida obra anterior, para proponerles el proyecto. Dos semanas más tarde estábamos empezando a grabar a un ritmo de un radioteatro por semana. En mi autoasumida función de Pedro Camacho (me da lata explicar el chiste… lea “La Tía Julia y el Escribidor” de Mario Vargas Llosa) escribía un guión un día, lo ensayábamos al día siguiente y un día más tarde estábamos en el estudio de grabación, para luego dejar de lado el arte por tres o cuatro días en que cumplía mis obligaciones universitarias (estaba haciendo el Magíster en Física y tenía que avanzar en mi tesis y hacer clases) antes de repetir el ciclo. Esto duró seis semanas, y cumplimos con las grabaciones con una puntualidad de relojería. Quien lamentablemente no cumplió fue el operador de la radio, quien estaba a cargo de la edición. Nunca nos dio una razón, que quizas fuera simplemente sobrecarga de trabajo y una mala paga, pero no editó más allá de la mitad del primer radioteatro. Un año más tarde dejamos de insistir en pedirle que lo hiciera. Aunque conservo cinco de los seis guiones, las grabaciones se perdieron. Todo esto nos sirvió para aprender mucho sobre la técnica radioateatral, y ejercitar tanto la escritura como la actuación de una manera casi obsesiva. De haber podido oír nuestro trabajo en la radio habríamos atesorado una experiencia redonda, pero las cosas se dieron de otro modo. El grupo se disolvió y pasaron entonces varios años de ayuno escénico.
A pocos meses de llegar a Antofagasta, sería septiembre de 2005 tal vez, vi un aviso de una persona que invitaba a participar de un taller de teatro. Daba un número de teléfono al cual llamar para pedir más información. Sentí el viejo escozor en las plantas de los pies y en las palmas de las manos, de modo que, para aplacarlo, media hora más tarde estaba discando ese número. Fue mi primera conversación con Teresa Vernal Vilicic, la directora de Karamanchel. El taller era muy barato (costaba quinientos pesos, creo) pero ella exigía mucha responsabilidad. Me recordó un taller de análisis de sueños que organizaba un psicólogo en Concepción, cobrando casi sólo el dinero para servir las galletas y el café con que interrumpían las sesiones; él decía que obviamente ese taller no lo hacía para hacerse rico sino para conocer gente con la cual conversar de las cosas que a él le interesaban. Tuve la sospecha de que un ánimo similar había detrás de esta convocatoria y me pareció una ambición interesante.
El resto es historia que aún estamos haciendo. Tras un par de meses en el taller montamos una pequeña obra y Teresa premió a las personas más responsables (entre las cuales tengo el honor de haber sido incluido) con una invitación a formar parte de la compañía de manera estable. Aunque me gusta actuar, no resiento tanto la perspectiva de participar del grupo en roles técnicos. Tengo una profunda fascinación por la creación de efectos especiales tanto digitales como análogos, y por escribir, de modo que estar a cargo del guión, de las luces, de la música o de definir una cierta estética en la obra son cosas que me llenan plenamente. Así y todo, el destino (bueno, más bien la Tere) ha querido que me encuentre en el escenario en ya tres ocasiones en el último año y medio. Sabiéndola vivir, Karamanchel es una de las experiencias más completas y afortunadas que la suerte te puede deparar.